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Cómprese un ranchito

  • Writer: Federico de la Riva
    Federico de la Riva
  • Jun 21, 2024
  • 3 min read

Querido Consumidor: esta es una advertencia. 


La ciudad, siempre inmaterial, se está colando por los poros de su casa. 

Esa humedad que ve en las paredes es el llanto de los que llegan tarde al trabajo, el sudor de los vendedores ambulantes, la saliva de la señora que interrumpe en la reunión de consorcio (recuerde lo que ya dijimos de los abrecartas). Por las ventanas se le cuela el chirrido metálico de las latas que llamamos colectivamente “bondis” (del inglés “bondear→ A link with someone based on shared feelings, interests or experiences) en un intento por romantizar nuestra ida, siempre circular, hacia ningún lado. El hollín suspendido, escama por escama, es la piel de un pez plateado que usted exhibe en su pared sin haber merecido ese trofeo.


Por eso, mi querido citadino, hoy le traigo este amuleto. Este ranchito para colgar en su pared y detener, o al menos hacer más lento, el avance inevitable de la ciudad. 


Porque un rancho es un tajo al horizonte, un hasta acá es lo lejos. Un límite para marcarle al cemento (que no ha florecido nunca y aún así seguimos regando). Y el resto, es el telón que es el cielo, un terciopelo celeste con manchas de bosta en los bordes y ni una flor que perfume. 


Un rancho es una promesa del barro. De no voltear jamás su cabeza a los charcos. La lluvia no lo bendice, lo tienta. Volvé, le dice al adobe, mirá qué lindos tus labios entre las nubes, le dice ¿no te da sed tener la cara siempre al viento? La polvareda le baila la danza del vientre, mirá qué suelta que ando. Y el rancho sigue quieto. Y es un ejemplo, para que usted no afloje, no sucumba a los encantos del zumbido de las voces, la ciudad no solo lo aturde, también le habla al oído como una abeja que peina suavemente el polen de sus manos, para acariciarle la curvatura del oído. Y decirle, con un seseo de geisha, soy suya.


Es una prueba de vida. Un rancho sobre un paisaje infinito, o lo que es lo mismo, muerto. Ahí adentro algo se cuece al calor sofocante. La luz siempre prendida que brilla a lo lejos. No como las torres de su ciudad, siempre a oscuras, nacidas solo para proyectar sus sombras, como dientes afilados que se meten de a poco en su casa y dejan marcas en el piso. 


Un rancho nunca será un oasis (recuerde: nos hemos comido los frutos) pero siempre será una afronta al gris cuadriculado del égido urbano (casas enfiladas, casas enfiladas, casas enfiladas). Lleve sus ojos rojos (de ver el rojo de lo que está prohibido) a un paisaje donde el color de la sangre siempre se mezcla, al menos tiene esa decencia. 


Le advierto: una vez colgado este rancho en su casa, la ciudad contraatacará con las luces de los autos, iluminándolo en latigazos como a un testigo que debe confesarle algo. Y el rancho seguirá mudo. Entonces vendrán sus amigos a burlarse del cuadro. Lo señalarán acusándolo de algo. Eso que dirán, con sus labios morados por el vino que beben, será la ciudad hablando a través de ellos. Y el rancho seguirá mudo. El silencio siempre empieza donde algo termina.  


Compre este amuleto. Que el sonido repetido del martillo en su pared, en la lengua de los corazones, ese lenguaje de latidos que la ciudad no entiende, despierte a otros: todavía estamos a tiempo.


Acá le dejo el LINK.









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Federico de la Riva nació el 5 de noviembre de 1984 en Buenos Aires, pero creció en un pueblo muy chico en La Pampa. Publicó los libros de poesía Diccionario Poético Rural (2017 por la editorial El Ojo del Mármol), Siestario (2019, por Salta el Pez), Maleza (2020, por El Vendedor de Tierra y presentado en el 2022 en el Museo Sívori). Su cuarto libro, La persistencia de las moscas, se publica este año en Salta el Pez.

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