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Lujos y excesos en la isla secreta del sindicato de pasteleros

  • Writer: Juan Francisco Moretti
    Juan Francisco Moretti
  • Mar 11, 2024
  • 4 min read

Un campaneo de cintura y un poco de suerte en el tute cabrero pusieron en mi mano un pasaje a la isla de Cremona, el paraíso secreto del gremio de pasteleros. Era una oportunidad irrepetible y tenía una hora para llegar a embarcar. De mi suite junté sólo lo necesario: cigarrillos, una muda de ropa interior, hepatalgina.


Al amanecer, en el club náutico de Quilmes, un guardia sordomudo me guió hasta la entrada camuflada de un ascensor. El descenso fue amenizado por un cuarteto de cuerdas de excelente repertorio, aunque el arco del violinista me despeinaba el flequillo y el cellista aplicó un pizzicato en el elástico de mis calzoncillos.


El submarino me estaba esperando para partir. Fashionably late, como dicen que dicen los módicamente lerdos. Antes de subir tuve que dejar mi teléfono, mi anotador y mi revólver, y ponerme un antifaz. Había once pasajeros más en la nave, y a pesar de la luz baja y las máscaras pude reconocer a unos cuantos personajes del mundo de la política, el deporte, el entretenimiento y el narcotráfico, todos nombres célebres en al menos dos de esas categorías. Sintiéndome pequeño, hice lo que cualquier mujer de mundo en un terreno desconocido: crucé las piernas y puse cara de aburrimiento. 


Lo cierto es que de la isla sólo conocía su reputación. Una tierra sin ley, una orgía perpetua, un vórtice de inmoralidad y decadencia, un verdadero despiporre. Mis expectativas eran altas, y fueron satisfechas varias veces.


Viajamos unas tres horas, medidas por la cantidad de cigarrillos que no me permitieron fumar. No podría precisar la dirección ni la distancia. Finalmente, la nave emergió y desembarcamos en un lago subterráneo. Me acarició una brisa dulce y húmeda con aroma a medialunas. La luz se colaba entre rocas perladas y hacía brillar el ojo de agua cerúlea. Mientras intentaba recordar la palabra cerúlea, un famoso presentador televisivo y narcotraficante encendió mi cigarrillo y me dio su brazo para avanzar. Los doce pasajeros seguimos a tres mujeres misteriosas, cubiertas de pies a cabeza por varios delantales. Al llegar a una salida, nos saludaron con una reverencia y se fueron corriendo. Otro pasajero, un influyente ex gobernador y narcotraficante, me explicó que estas mujeres no hablan, viven para el trabajo y han jurado rendir su lealtad a la masa y a la confitura. “Son prácticamente monjas”, me dijo. “Cremonjas”, añadió otra pasajera, una medallista olímpica y narcotraficante, guiñándome un ojo mientras salía de la cueva. Decidí seguirla a ella, que salivaba menos que los demás. Yo mismo estaba haciendo unos sonidos como los de una aspiradora sobre un trapo húmedo. Es que el aire de Cremona es de una dulzura casi insoportable. Discretamente, con la ropa interior de repuesto, fui limpiándome las comisuras para que no se formaran burbujitas.


La isla de Cremona es circular. Su centro es un volcán inactivo, rodeado de cenotes y aguas termales. Alrededor, kilómetros de líneas circulares de trabajo: mesadas, hornos, artesas, bachas y bandejas alrededor de las cuales revolotean mujeres y hombres ocupados. Apenas uno se acerca, y antes de poder ver claramente a través de la constante nube de harina y azúcar impalpable, los sonidos llaman la atención y encienden la curiosidad mórbida. Y es que la forma de trabajar en Cremona es muy particular. No puedo dar muchos detalles: he dado mi palabra, y el gremio de pasteleros cuida sus secretos. Baste decir que nunca antes había visto ni imaginado tal despliegue de lascivia ordenada, ni en clubes swinger de Berlín, ni en afters en lo de Marley, ni en tugurios de poetas del under. 


Durante horas recorrí las líneas de trabajo, desde el mise en place hasta el montaje final, en ambas direcciones; todos los sabores, del chipa al petit four; todas las confecciones, hojaldres delicados, masas rústicas revoleadas con fuerza, leudados lentos con olor a cerveza; todas las texturas, grasa, almíbar, crema pastelera, aceite de oliva, bizcochuelo, queso gratinado, chocolate, fondant. Lo viejo, lo nuevo, lo esperado y lo irrepetible llenando la boca una vez y otra.


Al caer la noche, los hornos se apagaron y las gentes parecían empalagadas. La brisa nocturna refrescaba el paladar. Los grupos se dispersaron, algunos nostálgicos fuimos a las playas. Alejado de las luces, miré el cielo espolvoreado de estrellas. Se acercó a paso lento un laureado novelista, traductor, ensayista y narcotraficante, que me pidió fuego y se sentó a fumar conmigo. El rumor del mar decoraba el silencio. Algo intuyó o vio en mi rostro, algo adivinó, porque sus palabras respondieron exactamente a lo que estaba pensando. Sí, me dijo. Todo esto, todo lo que viste y viviste, esta isla, su gente, sus hábitos y su discreción, todo, todo está pagado únicamente con las ganancias de los sanguchitos de miga. 



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Juan Francisco Moretti nació en Buenos Aires en 1988. Es lector, docente y escritor. Publicó la novela Desvío (2014, por Milena Caserola), los poemarios Caer a golpes (2018, por Elemento Disruptivo)  y Despierto (2019, Fanzine) y otras cosas que pueden leerse acá. Sigue participando.

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