Un liberal, una hermana y un amor: papeles encontrados sobre Roque Sáenz Peña
- Pierre Froidevaux

- Apr 10, 2024
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El arte es lo contrario de las ideas generales, describe sólo lo individual, no desea sino lo único.
No clasifica, desclasifica.
-Marcel Schwob, en Vidas imaginarias.
Como diría la juventud: me encontré con esta semblanza como de sopetón. Una tarde porteña de ese espanto que llaman verano (¿quién improvisa una ciudad sobre una ciénaga?) mi hermano me llamó porque me dijo que a pocas cuadras del departamento que alquila en Once, un hombre había descartado unas revistas al costado de un container de basura. Fui, entusiasmado por algunos títulos que me adelantó: “Diario de Irma, la judoca misántropa”; “Ejercicios de apnea, edición de la CTA”; “Confeccione con cinta aislante”; “Manual de poesía radical” y el más interesante de todos: el tercer número de la revista “Amor y autonomía”, que llevaba por subtítulo “Encrucijadas del amor liberal”. Extasiado por la variedad del botín, fui para casa a descartar lo malo y transcribir lo bueno. Acá les comparto la que considero indispensable: una enamorada semblanza de Roque Sáenz Peña, alegoría que la segunda mitad del siglo XIX parió para explicarse a sí misma, firmada por “C.M”.
Roquecito, Roquito, “El muchacho” (Buenos Aires, 19 de marzo de 1851; Buenos Aires, 11 de abril de 1879) fue, hasta su muerte, un joven feliz. De cuna mecida por manos oligárquicamente contratadas, creció entre juegos, libros y tertulias. El padre Luis recibía en su casa a algunas de las más ilustres mentes de su época y de esas tardes heredó el placer por la conversación y la confianza. Nos conocimos en una estancia en Brandsen. Poco a poco, permutamos confidencias que abarcaban a la alcurnia que nos rodeaba. Cultivamos juntos el silencio, el secreto, la mirada, el humor, la empatía, la amistad y, a partir de un momento muy difícil de delimitar, el amor. Ese amor era como una piedra preciosa encastrada en el margen del río y hacía tiempo que el barro se había corrido y permitía adivinar su inquietante belleza. Cuando asomó, lo recibimos con algunas reservas, pero dejamos que mostrara su forma. El sentimiento cambió gradualmente, pero como pasó más de una vez en la historia con mayúscula, hubo una tarde que nuestra memoria identificaba como un momento diferente a los demás y que nos sirvió de frontera a la hora de formalizar nuestra pasión. Los años anteriores se redujeron a un prehistórico continuo el 7 de marzo de 1879, cuando nos besamos por primera vez. El pasado se había convertido así en un recodo de anécdotas inocentes ajenas a los matices del amor.
Me propuso matrimonio en la estancia de Brandsen, donde nos conocimos, y acepté. Entre lágrimas, atisbamos un futuro que nos alegró y sentimos vértigo por las porciones de horizonte que no podíamos controlar. Sólo restaba comunicarle a su padre la decisión. Él ni siquiera me conocía y debía imaginar que lo último que recibiría de su hijo en esas jornadas políticamente tan densas era una noticia amorosa. Con lo cual Roquecito planificó los siguientes dos días en torno a ese anuncio: viajaría solo a lo de Luis, en la ciudad, hablaría con él, y a la noche volvería a mis brazos bendecido, para luego disponer del primer día del resto de nuestra vida. El resto es otra forma de la especulación.
Llegó a la casa del padre, pero no estaba. La criada lo recibió al grito de “Roquecito, qué alegría”. Él murmuró para sus adentros que pronto sería Roque, el adulto Roque, la promesa política argentina, de buen matrimonio y mejor progenie. El padre no tardó en llegar. Se abrazaron y hablaron. Llegado el tiempo de decir mi nombre, todo fue escueto: “No se puede. Es tu hermanastra”. Hubo un breve instante de negación, pero el padre había afianzado hacía tiempo su carácter. No acostumbraba los retruécanos ni las mentiras. Prefería la conservadora, cruda verdad. Roquecito había imaginado que aquel diálogo sería una coordenada inolvidable, el primer capítulo de su nueva vida en familia. Y en cambio recibió una lacónica confesión. En ese momento murió Roquecito y nació Roque (Buenos Aires, 11 de abril de 1879- Buenos Aires, 9 de agosto de 1914), aunque la concepción y el inmediato parto fueron antagónicos al renacimiento para el que se había preparado.
Roque salió a la calle, y caminó hacia su futuro: el puerto de Buenos Aires. Tomaría el Camino Real y se enlistaría en el ejército peruano, con la tarea de morir. Había estallado la Guerra del Pacífico. Deliberó que el Salitre, lejos de su patria, amortiguaría el dolor y propiciaría el anonimato. No quería derramar su sangre en la tierra que tanto había amado. Tampoco quería, entiendo, macular el recuerdo de nuestra felicidad. Y así planificó mi duelo. Después de afligirme por su ausencia, seguramente yo temería algo peor que su muerte: el abandono. El tiempo iría acomodando la verdad, que llegaría a mis oídos por algún emisario de su padre. Sus maneras sobrias lo harían remendar el error de un hijo que no era otra cosa que la consecuencia de un pecado pretérito. Con esa certeza, Roque se dirigió hacia el punto más alejado del dolor que pudo imaginar.
Luchó contra el enemigo chileno sin miedo a que un sablazo apagara sus días. Su despreocupación sólo se atenuaba con la compasión que sentía por sus pares, que pronto fueron sus comandados. Llegó a la batalla de Tarapacá como teniente, bajo las órdenes del coronel Cáceres. Comandó un batallón en la batalla de Arica, donde vio morir a quienes, sin ser compatriotas, fueron sus hermanos. Allí fue herido en el brazo derecho y cayó prisionero del ejército chileno. Pasó un tiempo encerrado, pero nunca le permitió a Roquecito bosquejar sus nostalgias. Aguardó impasible y algo despertó clemencia en el captor. No conocí a Roque, pero lo intuí: no dudo de que, en el cautiverio, conservó prolija su levita azul negra, ajustó su cinturón al ritmo del hambre, mantuvo a raya los tiros de su sable perdido en batalla, estiró su pantalón borlón y lustró sus botas granaderas. Sí supe que habló con criterio cuando lo interpelaron y sólo lloró una mañana, luego de que, en sueños, me le presenté y le pedí que volviera con vida a su patria. Amaneció afligido y arrebatado por la contienda interna de sus vidas paralelas.
Fue liberado y devolvió su talante a la vida política argentina. Promovió una reforma electoral que atribuló a su padre, pero conservó la disposición de que los asalariados no fueran cooptados por las ideas marxistas y anarquistas. En sus últimos días, el bifronte héroe de dos patrias me escribió. Al pie, y con la caligrafía desfachatada por una vergüenza que creció durante años, aclaró lo único que haré público, porque así lo quisieron ellos:
“Sé que siempre serás la viuda del que fui. Aquella partida nos salvó de la ignominia: un presidente liberal no puede amar así a su hermana. Pero lo que el orden público vedó y asesinó, el corazón evitó aceptar. En el más privado silencio siempre fui tuyo, y así te despido, amada mía,
Roquecito Sáenz Peña."
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Pierre Froidevaux nació el 17 de octubre de 1992. Escribe desde que tiene memoria, cosa que no recuerda cuándo sucedió. Es Licenciado en Letras (UBA) y maestrando en Escritura Creativa (UNTREF). Vive de escribir cosas que le encargan, con lo cual logró su único objetivo en esta vida. Es un entusiasta de su tiempo, pero valora mucho el pasado. “Me temo que algún día surja un referente que no conozca su propia tradición” le dijo una vez un colectivero.



