Dos chicos
- Mora Monteleone

- Jul 8
- 20 min read
"Two boys" (1989)
de Lorrie Moore
Traducción de Mora Monteleone
Por primera vez en su vida, Mary estaba saliendo con dos chicos al mismo tiempo. Eso implicaba muchos lavados de ropa, un contestador automático, solitarios y oscuros viajes en taxis que, en Cleveland, había que pedir por teléfono, aunque ella lo recomendaba en las postales que les mandaba a sus amigas. Compraba esas con fotos de llanuras, o las de la tumba de James Garfield, o una Anunciación del museo de arte, o una con un ángel que levantaba los dedos como un pavo real y susurraba, Un chico, dos chicos. En el reverso, escribía, “¡Además, sentís que recibís tanta atención! Y una solía creer que con uno era suficiente para divertirnos, para satisfacernos. ¡Sacate el velo! ¡Blanqueá esos dientes, esa mente! ¡Sumá chicos a tu vida!”.
Sus crisis nerviosas eran sutiles. Tomaban la forma de paseos por el parque de un barrio pequeño, paseos para los cuales ella se vestía completamente de blanco: blusas blancas, polleras blancas, medias blancas, zapatos blancos y chatos como canoas. Leía poemas bíblicos en la sombra, sentada en el pasto, o si no un librito que había encontrado sobre alguien que había sobrevivido durante cuarenta días y cuarenta noches comiendo pescado y uñas en una balsa en medio del océano. Mary no hablaba con nadie. Leía e intentaba no preocuparse por las manchas de pasto, aunque a veces se levantaba para sentarse en un banco, sobre todo si de pronto tenía cerca a gente hablando fuerte o a una pareja besándose. Necesitaba estar inmaculada aunque fuera una tarde. Cuando volvía a su casa, caminaba con los libros apretados contra el pecho e intentaba no mirar a los hombres que descargaban carne delante de su edificio. Vivía en un pequeño departamento ubicado sobre una carnicería —Cerdos Alexander Hamilton— y enfrente, a diario, trajinaban cadáveres pálidos, grasos, colgados en ganchos, desnudos, enteros, aún con las pezuñas. Intentaba que ese olor congelado no la siguiera a través de la puerta, escaleras arriba, esa vergüenza difusa y esa sensación de hamburguesa muerta, aunque a veces era inevitable. Intentaba diariamente no pisar la sangre que chorreaba por la acera e iba a parar al desagüe, oscura y viva. A las cinco y media se acercaba a su propia casa en puntas de pie, vacilante y aguantando la respiración. Los camiones estacionados enfrente arrancaban para irse, mientras los carniceros de Cerdos Hamilton, con batas de médico manchadas de sangre y con la estampa del logo de la empresa hecho a base de billetes de diez dólares, regaban la vereda con una manguera y dejaban la zona reluciente como un canal. Los chicos que limpiaban parabrisas en la esquina sonreían a Mary y después, cuando se quedaban sin agua, hundían apurados en los charcos rosados los trapos que después pasarían por los parabrisas de los autos. “Hola”, le decían. “Hola, hola”.
—¿Dónde estabas? —le preguntó el Chico Número Uno esa noche por teléfono—. Estuve tratando de comunicarme con vos. —Estaba en campaña para ser congresal y Mary trabajaba para él. Distribuía volantes y ponía afiches en quioscos y árboles. Los afiches consistían en una foto enorme y atractiva de él y las palabras Número Uno abajo. En general Mary intentaba fijar el afiche poniendo el clavito en la corbata de modo que pareciera un alfiler, pero cuando estaba cansada o él hablaba demasiado de su esposa se lo clavaba en los ojos, como a un cadáver. Él afirmaba que estaba separándose. Mary sabía lo que significaba separándose: la cabeza y el cuerpo no se hablan entre sí; la esposa duerme hasta tarde, después se va a terapia, después a un gitano que le lee las palmas, después a un acupunturista; la grasa sube hasta la superficie. Número Uno estaba desmantelando su vida. Lentamente, decía. Amablemente. Ya había despedido a su secretaria, contratado a un nuevo director de campaña, pasado de las acciones a los bonos y al dinero líquido, y vendido una propiedad frente al lago. Estaba liquidando. Pronto, también, a la esposa durmiente. “Pasa que me preocupan los chicos”, decía. Tenía dos.
—¿Que dónde estaba? —respondió Mary como un eco. Buscó en las profundidades de su alma—. Estaba en el parque, leyendo.
—Te extraño —dijo Número Uno—. Ojalá pudiera ir a verte ahora mismo. —pero estaba trabado, lejos, en una casa con una tapa y agujeros para respirar; pasto en el fondo para comer. Él tenía, también, un departamento en la ciudad, donde el encargado del edificio le sonreía a Mary y la saludaba con la cabeza mientras la dejaba pasar. Pero esta noche Número Uno estaba en su casa con sus hijos; eran sensibles y perceptivos y ambos estaban en la secundaria.
—Mmmm —dijo Mary. Le dolía la cabeza. Se preguntaba qué estaría haciendo Número Dos. Tal vez podría venir a darle un masaje en la espalda, a ahuyentar el martilleo intermitente en su cabeza, a quedarse acostado entrelazando sus manos suaves y húmedas.
—¿Cómo está tu mujer? —preguntó Mary. Miró su reloj.
—Durmiendo —respondió Número Uno.
—Pronto vas a unirte a sus miembros fríos —dijo Mary. Número Uno se quedó en silencio—. Escuchame, ¿qué pasaría si yo también estuviera acostándome con otro? —añadió. Uno más uno—. ¿No sería mejor? ¿No estaríamos empatados? —Eso era por su inclinación al álgebra. No era vengativa. No quería llegar a empatar. Quería ya estar empatada. —Quiero decir, ¿no seríamos todos felices si yo también me estuviera acostando con alguien más? —Pensó de nuevo en el Chico Número Dos, a quien rechazaba con demasiada frecuencia. Lo llamaría en cuanto colgara.
—¿Felices? —gritó Número Uno—. Más que felices. Estaríamos delirando de felicidad.
Él era el gracioso. Después de hacer el amor, suspiraba, abría los ojos y decía “¿Eras vos?”. Número Dos no era tan gracioso. Era alto y depresivo y constante como la lluvia. Si le preguntaras “¿Y si saliéramos con otra gente?”, él se quedaría con la mirada fija en la ventana, imponente y taciturno. No diría nada. O se encogería de hombros y respondería: “Si ess…”
“¿Perdón?”
“Si ess… si eso es lo que querés”. La besaría y luego lloraría cubriéndose con uno de sus largos brazos. A Mary le preocupaba su salud. Número Uno comía siempre en restaurantes donde la comida (los calamares, el hígado, las zanahorias) era descrita como “joven y tierna”, como una canción de Tony Bennett. Pero Número Dos iba a cafés y comía cosas con nitritos y costras oscuras como bordes de encaje. Esa comida que entra al cuerpo rancia y pegajosa como un mal sueño. Cuando comía, Número Dos lo hacía para salir del paso. Nunca ingería nada cortado de una raíz. Esas cosas te hacen crecer como un tallo triste y cansado.
—Tenés todo —le dijo a Número Uno—. Tenés demasiado: dinero, poder, mujeres. —Hablar de ese tipo de cosas en un lugar como Cleveland era absurdo. Pero el mundo siempre era pequeño, independientemente del mundo que fuera, y se trataba de seguir adelante y de decir cosas sobre él—. Tu vida está demasiado llena.
—Está un poco embotellada, lo admito.
—Tenés tanta gente a tu alrededor, como haciendo fila con tickets en las manos, que atraés hasta a mimos y malabaristas. —A veces hablaban así.
—Los que me preocupan son esos que pintan retratos —dijo Número Uno—. Son agresivos y no tienen talento. —Se escuchó un clic en el teléfono. Había una llamada en espera.
—Es tan injusto —dijo Mary—. Todo el mundo quiere sentarse al lado tuyo en el colectivo.
—Tengo que cortar ahora —dijo Número Uno porque temía hacia dónde podía derivar la conversación. Podía seguir y seguir y seguir.
En el parque, una nena de once años daba saltos enfrente de ella. Mary levantó la vista. Era una nena muy flaca, sin pecho, con los labios pintados. Tenía puesto un top que dejaba al aire su espalda desnuda, con omóplatos que sobresalían como alas. Escupió, ruidosamente y con ganas, y la escupida aterrizó junto a los pies de Mary.
—Mensaje del espacio exterior —dijo la nena, y se marchó corriendo, saliendo del parque. Mary intentó seguir leyendo, pero después de eso era difícil. Estaba distraída e incómoda y se levantó y se fue a su casa, pisando el agua sangrienta e ignorando a los carniceros que, si las tenían puestas, se tocaban las gorras a modo de saludo. Todo se adelantaba y volvía a retroceder como en un baile espasmódico, y cuando subió las escaleras se agarró de la baranda.
Por eso le gustaba el Chico Número Dos: porque era amable y tranquilo, como alguien a quien conociera desde hace mucho tiempo, como alguien con quien se hubiera sentado en el colegio. Él miraba hacia abajo y le decía que la amaba, la envolvía en transpiración y dejaba su olor flotando en la habitación. Número Uno no transpiraba. Era compacto y no tenía poros, el calor quedaba bajo su piel. Nada de él se evaporaba nunca. No dejaba huellas ni olores, pero cuando una estaba con él, el calor estaba ahí y una tenía que tocarlo. Mary se acercaba y perdía un poco la cabeza. La dejaba nadar. En medio del mar, en una balsa. Uñas y pescado.
Cuando acababa, a Número Dos le gustaba beber cerveza e irse a la cama temprano, lloriqueando junto a ella, los pies colgando fuera de la cama. Le daba largos masajes en la espalda, luego se derrumbaba sobre ella con un gemido. Estaba lleno de sonidos. Sus palabras venían de a poco y con lentitud. Y nunca expresaban, decía, lo que él realmente quería decir. Le costaba mucho explicarse.
—Ya lo sé —decía Mary. Había aprendido a confiar en su mirada, en la luz de sus ojos, zafírea y enamorada. Aunque muy de vez en cuando algo atravesaba su mirada como una ráfaga que infundía miedo.
—Dame un beso — decía él. Y ella cerraba los ojos y lo besaba.
A veces, en su mente, ella confeccionaba a un tercero, el Chico Número Tres. Estaba compuesto de los mejores rasgos de los otros dos. Se daba cuenta de que era Número Tres el que realmente le gustaba. Solo, Número Uno era rico y mezquino. Número Dos era suspiro, repetición, altura, seguía y seguía y no terminaba nunca, solo querías que se sentara. Era inevitable para ella sumar: uno más dos. Tres era inteligente y sincero. Era el mejor de todos. Número Uno y Número Dos, por sí mismos, eran partes sueltas, desfiguradas y amenazantes, que vagaban peligrosamente por los parques de Cleveland dándole la mano a los votantes o encorvándose melancólicamente sobre un pancho con ketchup. Número Tres se le presentaba siempre en su imaginación después de un par de copas, cargado de regalos y vestido con un buen traje. “Ay, Número Tres”, decía ella con los ojos cerrados.
—Te amo —le dijo Mary a Número Uno. Estaban, como concubinos, en la habitación del departamento de él, iluminados apenas por las luces de la calle, rescatados de la vida ordinaria.
—Sos muy especial —respondió él.
—Vos también sos muy especial —dijo Mary—. Aunque creo que serías aún mucho más especial si estuvieras soltero.
—Eso me haría más que especial —repuso Número Uno—. Me haría raro. Estaríamos hablando de un unicornio.
—Te amo —le dijo a Número Dos. Ella era romántica así. Tenía el corazón grande y rebosante. Pero el cerebro se le estaba secando y subdividiendo como una coliflor. A los dos los llamaba “amor” y eso le chocaba un poco. ¿Cuántos amores podía tener una? Quizás se podía abrir los brazos y tener todos los amores posibles hasta que una llegara a un plano espiritual más alto, como el estante más alto de un almacén de comida macrobiótica o como la copa de un pino, místicamente inerte, con la vida ladrándole desde abajo como un perro.
—Yo también te amo —respondió Número Dos, el almuerzo caliente aún evaporándose a través de su piel, un leve ahogo en su voz.
Las postales de sus amigas decían: “Mary, ¡¿qué estás haciendo?!” o decían “Me parece espectacular”. Otra decía “Chancha!!” y seguían los signos de exclamación.
Pintó la habitación de un blanco resonante. Blanca Esperanza se llamaba el color, como la heroína de una novela de enfermeras. Empezó a reunir mobiliario blanco, cosas chicas y pensadas para niñas, aunque en realidad eran para ella. Se sentaba entre los objetos y los miraba y sentía el filo de una infancia que apenas había disfrutado o que apenas podía recordar y que ahora flotaba de vuelta hacia ella, purificadora y regeneradora. Fue sacando a la calle los otros muebles (piezas de gran tamaño de color rojo, negro y marrón) y observando cómo la ciudad se los llevaba hasta que el departamento quedó vacío y lechoso como un hueso.
—Cambiaste la decoración —dijo Número Uno.
—¿Me amás de verdad? —dijo Número Dos. Nunca miraba a su alrededor. Se acercó a ella, lentamente: lo único que quería saber era eso.
En el parque, después de un baño de desinfectante, se sentó en las tablas descascaradas de un banco de madera y leyó. “¿Quién ascenderá a la colina del Señor? Aquel que tenga las manos limpias…”. En el otro libro había un tiburón que nadaba en círculos sin parar.
La misma nena de once años, con los labios pintados de un naranja medio verdoso, se acercó de nuevo a escupirla.
—¿Qué te pasa? —dijo Mary, atónita.
—Nada —dijo la nena—. No te voy a lastimar —se burló, y movió los hombros como los niños cuando juegan a disfrazarse, imitación pésima de una estrella de cine. Tenía colgado un bolso de bandolera barato con correa larga y se lo cruzó en diagonal sobre el pecho.
Mary se levantó y se alejó caminando con algo que, en otra persona, podría haber sido indignación, pero que en ella era una carrera horrorizada. ¡Todos veían! ¡Todos podían ver lo que era, lo que ella estaba haciendo! No era capaz de engañar a nadie. Había que hacer planes. Los planes salvan a la gente en momentos así. Organizan el tiempo y el espacio durante un rato, como pequeñas esculturas. Cuando llegó a casa, Mary preparó sopa y se la tomó, con la mirada fija en el radiador. ¡Planearía un viaje! Viajaría a algún lugar lejano, algún lugar limpio y puro.
Compró guías de Canadá: Nueva Escocia, Nuevo Brunswick, Isla del Príncipe Eduardo. Se quedó en su habitación, lejos de gente que la escupiera, hojeando o examinando con detenimiento las páginas de las guías, la cabeza se le llenaba como una valija de nombres de hoteles y monumentos locales y tasas de cambio de moneda y episodios históricos, una agitación llena de miedo creció dentro de ella hasta agotarla, el viaje se movió en su interior como una especie de sangre hasta que sintió que ya había estado en Canadá, que ya había estado meses viajando por ahí y que ahora tenía que tirarse en la cama, sola, y descansar.
Mary fue a la oficina de Número Uno para devolverle unos volantes y decirle que se iba. Olía a cigarrillos y puros, un lugar público, como un tren. Él cerró la puerta.
—Estoy preocupado por vos. Estás distante. Y estás siempre vestida de blanco. ¿Qué pasa?
—Me reservo para el matrimonio —dijo—. No contigo.
Número Uno la miró. Había estado a punto de decir “¿Conmigo?”, pero ahí dentro no había espacio suficiente para ambos, como dos hombres en una base de béisbol. Esos días habían empezado a completarse los chistes, a tener los mismos remates, a imitarse el uno al otro, el final más violento y satisfactorio del amor.
—Perdón por no haber venido a trabajar —agregó Mary—. Pero decidí que tengo que tomarme un tiempo. Me voy a Canadá. Vas a poder volver a tu otra vida.
—¿Qué otra vida? ¿Esa en la que camino por las calles a las dos de la mañana vestido como Himmler? ¿Esa? —En la mesa de despacho había un recorte del diario que hablaba de un político de Nebraska con líos extramatrimoniales. El título decía: COMPETIR POR EL ORIFICIO PÚBLICO: ¿QUIÉN PUEDE TIRAR LA PRIMERA PIEDRA? La oscuridad del horizonte de visión de Mary aumentó hacia dentro y luego de nuevo hacia fuera. Se agarró al brazo de una silla y se sentó.
—Mi vida es muy rara —dijo Mary.
Número Uno la miró fijo. Ella parecía cansada y perdida.
—¿Sabés? —dijo— No sos la única mujer que estuvo con un hombre cas…. con un hombre con ataduras matrimoniales. —Generalmente, se refería a su relación como una “situación”. Otras veces, en chiste, le decía “cosa de adultos”. Ambas expresiones hacían que Mary sintiera que iba a desmayarse.
—¿Que no soy la única? Y yo que creía que estaba abriendo nuevos caminos.
Cuando era chica, su madre le había preguntado:
—¿Te tirarías de un puente sólo porque lo hacen los demás?
—Sí —había respondido Mary.
—¿Sí? —había insistido su madre.
Mary lo había intentado de nuevo:
—No —sólo había dos respuestas. ¿Cuál de ellas sería?
—Deja que te invite a cenar —dijo Número Uno.
Mary tenía la mirada perdida en la ventana. Había mujeres que saltaban por ese cristal. Era fácil: había que tomar carrera y hacerlo.
—Tengo que irme a Canadá por un tiempo —murmuró.
—Canadá. —Número Uno sonrió—. Siempre tan aventurera. ¿Te diste las vacunas correspondientes?
Eso es lo que pasa con el amor. Uno de los dos llora mucho y después ambos se ponen sarcásticos.
Mary le entregó los volantes. Él los apiló bajo un pisapapeles con forma de rinoceronte y se pasó la mano por la cara, de arriba a abajo, como un limpiaparabrisas. Ella se paró y le besó la oreja, algo delicado, una criatura marina con el viento de su beso atrapado adentro.
Al Chico Número Dos le dijo:
—Tengo que irme de viaje.
Él la abrazó por la cintura, asustado y tenso.
—Casate conmigo —dijo—, o si no…
—¿O si no? —respondió ella. Siempre quería lo que no le proponían. La otra cosa—. Tal vez dentro de dos años —murmuró él, en un intento de retroceder. Tal vez se comprarían un auto, una casa en el borde de los Altos. Engordarían y criarían chicos aburridos y vagos. Dos varones.
Y una nena.
Número Uno le mandaría postales con chistes en el reverso. “Chancha”.
Le acarició el brazo a Número Dos. Era dulce con ella, a su manera, aunque la grasa le dividiese el cabello en Ves y ese pánico extraño y ocasional fluyera preocupantemente por las venas de sus brazos.
—Necesito un tiempo —dijo Mary—. Me voy a Canadá.
Él la soltó y se dirigió a la ventana; sus nudillos, diminutos hombres fuertes golpeando un vidrio.
Estuvo dos semanas en Ottawa. Era un lugar muy inglés y vacío y no había cafés en las veredas porque era octubre y quién sabía cuándo empezarían a helarse los canales. Visitó la National Gallery y estuvo contemplando los Paul Peel y los Tom Thompson, con sus títulos tipo Madre Ganso, sus niños desnudos y sus hojas ardientes. Hizo una visita guiada al Parlamento, exquisitamente decorado con maderas y terciopelos carmesíes, que justo ese mes estaba escandalizado por la vida personal de varios de sus miembros. —Por decirlo de algún modo— comentó el guía con un guiño, y las mandíbulas del grupo se aflojaron.
Mary fue a un restaurante que antiguamente había sido un molino, sonrió a los camareros y permaneció con la mirada fija en las paredes de piedra. Por la noche, sola en la habitación del hotel, imaginó que el blanco fresco, de novia, de las sábanas, la curaba, la sostenían como una mortaja, y le metían el blanco a la fuerza a través de la piel y hacia la sangre que siempre estaba pensando.
Todos los días a las siete de la mañana la despertaba un llamado de la recepción.
—¿Qué se puede hacer hoy? —preguntaba Mary.
—Usted quiere estar en Montreal, señorita. Esto es Ottawa.
Francés. No había querido nada francés.
—El desayuno se sirve en el salón Union Jack hasta las diez, señorita.
Mandó postales al Chico Número Uno y al Chico Número Dos. Escribió: “Vuelvo el martes que viene, llego a la estación de micro a las dos de la tarde”. Metió la de Número Uno en un sobre. Las mandó. Visitó de nuevo el Parlamento, luego una iglesia e intentó rezar durante un buen rato. “Padre que eres el padre —empezó—, que eres el padre de todos nosotros…” De chica le gustaba rezar y siempre improvisaba. Cerraba los ojos como si los tuviera cosidos, y entre los colores que vislumbraba estaba segura de ver a Dios nadando hacia ella, llevándole mensajes y un consejo, una enorme galleta de la suerte, mientras la túnica volaba haciendo ondas. Ahora la oración la mareaba. Abrió los ojos. La iglesia era moderna y estaba en silencio, iluminada como una biblioteca y llena de mujeres arrodilladas como si jamás fueran a levantarse.
En el camino de vuelta a casa durmió a ratos, el micro retumbaba a sus pies, soñaba y de vez en cuando se preguntaba, medio en sueños, medio despierta, si alguien estaría esperándola en la estación para recibirla. El Chico Número Dos no estaría, probablemente. Era pobre y poco atento y se sentía despreciado. Tal vez Número Uno, escapando de la oficina, en un característico gesto temerario, hiciera un alto en la campaña y la fuera a esperar con un ramo de flores. No era un delirio, no del todo.
Mary salió del micro arrastrando su bolso. Seguía adormecida y ese aspecto de la vida, meter y sacar cosas, le había parecido siempre complicado. Alguien la llamaba. Giró la cabeza y escuchó de nuevo su nombre.
—Mary. —Levantó la cabeza, y más, y más, y allí estaba: el Chico Número Dos, con un sweater agujereado y el cabello separado en ves.
—Un anuncio —gritaban por un megáfono—. Un anuncio para todos los pasajeros...
—¡Hola! —dijo Mary. Esa mezcla tan particular de gratitud y decepción que sentía siempre con Número Dos le invadió las articulaciones como una gripe. Se besaron en la mejilla y luego en la boca, y, llegado ese punto, él insistió en llevarle el bolso. Se abrieron paso intranquilos entre la multitud, primero intentando hablar y luego desistiendo. La estación de micros era una galería de vagabundos y peligro, un torbellino de bienvenidas y despedidas: húmedo, ambivalente. Alguien los saludó con la mano: una mujer con las piernas desnudas llenas de una tierra verde y moscas que le revoloteaban por todos lados. Se les acercó un viejo con algo blanco enroscado en la oreja y les pidió un dólar.
—¡Para comida! —les garantizó—. ¡Nada de bebida! ¡Nada de bebida! ¡Para comida!
Número Dos sacó un dólar del bolsillo.
—Tenga, hombre —dijo.
De pronto a Mary le pareció que tendría que elegir. Que, aun sin saber a quién había que amar, era muy importante elegir. El amor se elige como una creencia, una fe, un lugar, una caja para que el corazón de una se golpeara contra ella como un fantasma en una casa.
Número Dos no tenía dinero para un taxi y quiso acompañar a Mary hasta su departamento caminando, rodeándole con un brazo la espalda y los hombros. Caminaron así por la ciudad. Antes Número Dos le puso en plena columna una de sus enormes manos, lánguidas como un pez, entonces Mary se esforzó por escapar, detenerse y señalar cualquier cosa —¡Mira, el cometa Halley! ¡Mira, una estrella!—, de modo que él, ahora, la sujetaba con fuerza y la apretaba junto a él, entonces sus hombros se veían obligados a curvarse hacia delante y sus caderas se rozaban al andar.
Mary quería liberarse.
En la puerta, le dio las gracias.
—¿No querés que suba? —le preguntó Número Dos—. Hace tanto que no te veo... —Dio un paso atrás para separarse de ella.
—Estoy muy cansada —dijo Mary—. Perdón.
Los hombres de Cerdos Hamilton deambulaban por ahí, esperando una nueva entrega, sonrientes. Número Dos le devolvió el bolso y dijo:
—Nos vemos. —En un zapato llevaba pegado un trozo de papel y una maraña de chicle.
Mary subió dispuesta a escuchar los mensajes del contestador. Había uno de una antigua amiga del colegio, otro de alguien que se equivocaba de número, otro con una extraña voz de nena que decía “¿Quién sos? ¿Cómo te llamás?” y otro con la voz rápida y precipitada de Número Uno: “Olvidé cuándo volvías a casa. ¿Es hoy?”. Luego otro que se equivocaba de número. “¿Quién sos? ¿Cómo te llamás?”, y de nuevo la voz de Número Uno: “Supongo que no es hoy, tampoco”.
Se tiró en la cama sin desarmar el bolso. Se levantó de un salto en cuanto sonó el teléfono, y con el salto cayeron de la cama el bolso y varios libros.
—Sos vos. —dijo el Chico Número Uno.
—Sí —dijo Mary. Sintió que un viento diminuto le entraba en los ojos y después se iba.
—¿Qué pasa, Mary?
—Nada —respondió ella, e intentó tragar saliva. Cuando se acaba la ternura, hay una pausa, una tregua antes del odio, en la que todo puede desbordarse. Siempre hay tantas cosas que una debe mantener ocultas, tantas cosas que arañan por salirse de la cara. Una intenta ahuyentarlas, empujarlas, como una mujer con un escobillón sobre un porche que prometió proteger.
—¿Tuviste un buen viaje?
—Sí. Esperaba que fueras a recibirme.
—Perdí la postal y me olvidé qué...
—No pasa nada. Me fue a buscar mi hermano. Ya sé cómo es mi vida: le digo a mi hermano cuándo vuelvo y te digo a vos cuándo vuelvo. ¿Y quién va a irme a buscar? Mi hermano. Ni siquiera estamos muy unidos, para ser hermanos.
Número Uno suspiró.
—Lo que pasó es que tu hermano y yo tiramos una moneda al aire y él perdió. Me pareció buen perdedor, se lo tomó bien. —La línea quedó en silencio—. No sabía que tenías un hermano —dijo Número Uno.
Mary se acostó en la cama de nuevo y tiró del teléfono para acercarlo.
—¿Cómo va la campaña? —le preguntó.
—Sigue entrando dinero y el partido está contento con los anuncios de la radio. Yo estoy harto de todo. Tal vez podrías ayudarme. ¿Qué significa la palabra elector? No paran de hablar de electores. —Se suponía que ella tenía que reír.
—Sí, bueno, Canadá fue una visión —dijo Mary—. Todo moderno, limpio y próspero. Al menos tenía ese aspecto. Algo está terriblemente mal en Cleveland.
—Cleveland no tiene la gente adecuada en Washington. Y Canadá sí. —Número Uno estaba a favor de la redistribución de la riqueza. Estaba a favor del recorte de gastos en defensa. Estaba a favor de que Estados Unidos abandonara Latinoamérica. Había ido a cenas a beneficio en Hollywood. Pero jamás le había dado una moneda a un mendigo. Número Dos sí.
—Esa caridad tan rudimentaria deshumaniza —decía Número Uno.
—Cómprese un sandwich, hombre —decía Número Dos.
—Tengo que ir a buscar el cheque con mi sueldo —dijo Mary.
—Lo tendrá Sandy —afirmó Número Uno—. Quizá no pueda verte, Mary. En parte te llamo por eso. Estoy muy ocupado.
—¿Recaudación de fondos? —Se enrolló el cable del teléfono en la pierna que había levantado para hacer ejercicio.
—Eso y los chicos. Mi mujer dice que están sufriendo, que están pasando al acto la podredumbre de nuestro matrimonio.
—Y yo que pensaba que eso lo estaban haciendo ustedes… —comentó Mary—. Ahora parece que hay más actores en la obra.
—No tenés idea de lo que es tener dos chicos —replicó él—. No tenés idea.
Mary, sola en la cama, se acostó boca abajo. Un Número Tres desmontado, enorme, con las costuras rotas, aterrorizaba la ciudad. El teléfono sonaba sin parar. Atendía el contestador de Mary. “¿Hola? ¿Hola?”
—Sé que estás ahí. ¿Querés atender el teléfono, por favor?
—Sé que estás ahí. ¿Querés atender el teléfono, por favor?
—Sé que estás ahí. Sé que estás ahí con alguien. —Hubo un sonido medio de ahogo, breve. Y más tarde, llamadas en las que nadie decía nada.
Por la mañana él volvió a llamar y ella atendió.
—¿Hola?
—Anoche dormiste con alguien, ¿no? —dijo Número Dos.
Hubo un largo silencio.
—No pensaba hacerlo —dijo Mary finalmente—, pero no paraba de recibir llamados inquietantes, y me asusté y no quería estar sola.
—Dios —susurró él, maldición o amor, justo antes de que el teléfono estallara contra el piso, después susurrara el último verso de algo largo.
En el parque, una mujer de unos veinte años daba vueltas, bailaba al son de arias y cantos gregorianos que salían de un parlante chiquito. Se habían reunido algunas personas a su alrededor. Mary la observó brevemente: eso es lo que ocurre cuando naciste como una soñadora en Youngstown y fuiste poco popular en el colegio. Crecés y te ponés a hacer este tipo de bailes.
Mary se sentó en un banco más alejado. La nena que le había escupido dos veces se acercó lentamente, evaluándola. Mary levantó la vista.
—No me escupas —le dijo. Su vida había llegado a eso: pedir por favor que no la escupieran. ¿Era mejor que bailar agitadamente al ritmo de un equipo de música chillón y portátil? Tenía sus momentos, sí.
No de dignidad exactamente, pero sí de algo.
—No te voy a escupir —dijo la nena con desprecio.
—Bien —contestó Mary.
La nena se sentó en el otro extremo del banco. Mary siguió leyendo el libro aunque sentía los ojos de la nena, una mirada que la rozaba de refilón, hasta que finalmente tuvo que darse vuelta y decirle:
—¿Qué?
—Te estaba mirando —dijo la nena—. No escupiendo.
Mary cerró el libro.
—¿Estás esperando a alguien?
—Sí —respondió la nena—. Estoy esperando que vengan todos mis novios a darme un beso. —cerró los ojos y puso los labios como si recibiera un beso del aire.
—Ah —dijo Mary, y abrió de nuevo el libro. El sol lastimaba al sobreviviente. Ampollas y heridas. Cataplasmas de algas. El agua, tensa como un cristal, y el viento, de cara azul, aguantando la respiración. ¿Cómo se podía llegar a ese punto? ¿Cómo podía a uno la vida, con un parche en el ojo y un diente podrido, llevarlo con tanta crueldad, como una trampa, hasta el medio del océano?
En casa sonó el teléfono pero Mary dejó que atendiera el contestador. No era nadie. La máquina siguió su trabajo, rebobinó. Abajo, los ganchos y las poleas colgados del techo de la carnicería. Traqueteaban y se sacudían. En un sueño, volvía a sonar el teléfono y ella atendía. Era alguien a quien ella sólo conocía vagamente. Un vecino del Chico Número Dos.
—Tengo malas noticias —dijo el hombre en el sueño.
En el parque, la nena se sentó más cerca, como un animalito, una ardilla, un monito que investiga. Señaló con el dedo y dijo:
—Yo vivo por allá; ¿vos también vivís por allá?
—¿No tendrías que estar en el colegio? —le preguntó Mary. Dejó caer el libro sobre sus piernas pero mantuvo un dedo en la página y los anteojos de sol puestos.
La nena suspiró.
—El colegio. —repitió, y resopló como un caballo—. Ya te dije. Estoy esperando a mis novios.
—Pero siempre los estás esperando —observó Mary—. Y nunca llegan.
—No se puede confiar en ellos. —La nena escupió, pero lejos de Mary, más en la dirección del instituto de música. —Están muertos.
Mary se levantó, cerró el libro, empezó a caminar.
—Uno en el cielo, uno en el suelo —gritó la nena, corriendo detrás de Mary—. ¿Vivís para ese lado? Me imaginaba. —Siguió caminando detrás de Mary con apatía, manzana tras manzana. Cuando llegaron a Cerdos Hamilton, Mary se detuvo, se agarró la panza y se dio vuelta para observar a la nena, que había frenado a su lado y transpiraba. Demasiado calor para el otoño. La nena miraba fijo la carne en las vidrieras, el festival fálico de salchichas, marmoladas, deshidratadas, colgadas y atadas entre sí como para un carnaval.
—¡Mirá! —dijo la nena, señalando las salchichas—. Ahí están. Todos nuestros viejos novios.
Mary se sacó los anteojos de sol.
—¿En qué grado estás? —le preguntó. ¿Existiría un grado para lo que sabía el corazón baleado de esa nena? Lo que sabía era ese tipo de cosas que crecen en tu interior como un árbol, que se despliegan en el cerebro, que empujan en los dedos contra las uñas.
—¿Grado? —la imitó la nena.
Mary se volvió a poner los lentes.
—Olvidate —dijo. La sangre de cerdo les pintaba los zapatos. Mary se apretó la panza con más fuerza; algo se agitaba ahí, el fruto de una preocupación. Buscó las llaves.
—De acuerdo —dijo la nena y se dio vuelta y se fue salticando; se veía trabajar a los huesos de su espalda, se marcaban con colores que se movían y alargaban, exóticos como un pájaro que no puede verse salvo que se crea en él, sin consuelo, como un pensamiento dirigido a la luna.




