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La esperanza de estar equivocados

  • Writer: Mora Monteleone
    Mora Monteleone
  • Jan 27
  • 6 min read

sobre La soledad de las parejas de Dorothy Parker



Es inexplicable que se hayan separado, dice una amiga a la otra. Hablan de una pareja cercana que parecía eterna y que acaba de anunciar su separación. 

Entonces la escena se interrumpe. Cambia el escenario, estamos en la casa de esa pareja en cuestión. El día en que decidieron separarse. Él vuelve de trabajar, ella está en la casa, cenan. No parece pasar nada distinto a días anteriores, ni a los últimos cinco años de convivencia: no hay ninguna discusión, ningún conflicto sobre la mesa, se tratan con amabilidad. Entonces accedemos a sus pensamientos. Mientras ella le pregunta si quiere comer, piensa en contarle algo que le pasó en el día, pero desiste; mientras él le pregunta si prefiere salir, lamenta los segundos que deberá esperar la respuesta y le impidan seguir leyendo el diario que tiene en las manos. Así, toda la cena. 

Volvemos al día siguiente. A las amigas del principio, que siguen hablando de esa misteriosa separación. Buscan motivos -¿amantes? ¿alcoholismo? ¿desacuerdos insalvables?-, pero descartan todos. El fin de ese amor no tiene sentido. Es una lástima, concluyen.


El cuento se titula “Qué lástima”, Dorothy Parker lo escribió en 1923, pero si se logra pasar por alto algunas afecciones de época parece escrito ayer. Ese retrato de la intimidad de una pareja, una hora en la que nada concretamente malo pasa pero todo es, sin dudas, insostenible. Ese es el aire que se respira en todos los cuentos compilados en La soledad de las parejas; las situaciones varían, pero los personajes podrían ser los mismos. Porque el problema es el mismo. 


A veces hay motivos muy concretos por los cuales separarse. Esas situaciones suelen quedar fuera de la literatura, como todo lo que carece de misterio. Lo interesante y terrible es lo otro. Cuando sospechamos que las razones de la separación que le damos a todo el mundo en realidad son excusas. Las repusimos después. Las buscamos y encontramos o las inventamos porque las necesitamos para justificar esa ruptura ante nosotros mismos, ante el otro, ante amigos (las amigas “Qué lástima” las hubieran agradecido). Lo hacemos seguido, y es entendible: resulta incómodo que el motivo de una separación no tenga la forma de una discusión, de un hecho, de un problema, de un desacuerdo, que no tenga forma de nada decible.  


En esa nada indecible ahonda Dorothy Parker. La edición le propone un significante a esa nada con el título del libro, La soledad de las parejas. La mayoría de los cuentos juegan en ese área. Son escenas de pareja en las que es muy complejo reponer el conflicto, sin embargo la situación es tan insoportable como la soledad de los involucrados. Decirlo es fácil: se supone que la pareja se busca y sostiene, entre otras cosas, por el deseo de compañía, de mitigar la soledad, suspenderla. Pero quién no se ha sentido solo compartiendo con una pareja. Más solo que con amigos, que con desconocidos, más solo que estando solo. Y quién, sin embargo, no se ha quedado más tiempo que lo deseable, compartiendo esa soledad hostil. 


Nadie sabe cómo conviene vivir. Dorothy Parker parece partir de esa base. “Tenés que aprender a levantarte de la mesa cuando el amor deja de ser servido”, canta Nina Simone. Lo canta porque nunca lo aprendemos. O lo aprendemos y nos olvidamos. Pero algo interesante de Dorothy Parker es que no habla de amor. En estas escenas, el amor no es el problema y tampoco la solución. 


En “Estuviste perfectamente bien”, un hombre se despierta al mediodía, su mujer está bañada, vestida y preparando el almuerzo. La noche anterior fueron a una fiesta. Él se emborrachó y no se acuerda nada. Ella, con una sonrisa y un tono distantemente dulce, le va contando las escenas terribles que él protagonizó delante de los amigos de ambos. No te preocupes, estuviste perfectamente bien, le dice, para pasar a contar otra escena que lo haga sentir peor. 


Otro cuento: una pareja que se casó una hora atrás mantiene una conversación perturbadoramente trivial y amable en la cual ambos parecen darse cuenta de que no tienen y nunca tendrán nada de qué hablar. Ese cuento se llama “¡Aquí estamos!”, porque lo mejor de Dorothy Parker son los títulos.


Lo digo a conciencia de que no es un halago: considero que los títulos tienen más gracia, más libertad que eso que titulan. Tuve la sensación, al terminar casi todos sus cuentos (no solo los de este compilado), de que hay algo que no termina de producirse. No tiene que ver con la anécdota, porque, como intenté exponer más arriba, las premisas son en general ocurrentes, frescas. Pero siento que dan paso a algo demasiado dirigido: todas las líneas apuntan inevitablemente al mismo punto final, de un modo que hace difícil imaginar que puede pasar otra cosa que esa que termina pasando. Son cuentos, dijimos, sobre un tema tan misterioso como la intimidad de una pareja. Sin embargo, el misterio no parece una variable: desde el segundo párrafo de “¡Aquí estamos!” vemos el fin, y nada en el tramo que nos separa de él nos permite olvidarlo. No entendemos, entonces, para qué hacer el viaje, para qué acompañarlo en la lectura. 


Repito, no estoy hablando de la anécdota, trama, como quieran decirle. El problema no es el final de la historia, si no la forma en que se nos conduce hasta él. Me estoy refiriendo al tono, eso que nadie sabe bien cómo definir pero es lo que produce, o no, el deseo de seguir leyendo. Eso que permite olvidar adónde vamos, porque nos interesa más estar presenciando una escena, con la sensación de que no sabemos qué puede pasar. Esa vibración misteriosa que produce la sospecha de que no todo es anticipable. Que hay algo que no está determinado.


No necesito hablar de otros autores para ejemplificar, porque Dorothy Parker tiene un cuento en donde esto sí sucede. Es su cuento más largo. Se llama “Una rubia imponente” (“Big blonde” en el original) y me alcanza para admirar a Parker, para recomendar su lectura, para escribir una nota al respecto. Es sensacional. Sin embargo, o quizás va de la mano, la premisa puede no prometer gran cosa: una chica absolutamente hermosa y alegre se casa con el más atractivo de sus pretendientes. Todo lo que sigue es muy difícil de leer sin estremecerse. Cuando lo terminé, miré en silencio un punto fijo antes de pasar al siguiente cuento. 


La comparación entre este relato y los otros me hizo entender algo sobre el género cuento que no había pensado, y quizás también algo sobre el amor. En “Una rubia imponente”, una puede imaginar desde las primeras páginas hacia dónde se encamina la trama, pero el placer de la lectura yace en que eso sea una sensación solo subterránea. Fascinados con la pareja protagonista, intuímos el destino inevitable que la espera al final, pero en la esperanza de estar equivocados se sostiene el deseo de seguir leyendo. El texto permite pensar que otra cosa puede pasar, que quizás lo temido no suceda. 


En un buen cuento, sobre el tema que sea, el final siempre nos encuentra desarmados. Desde el principio sabíamos que podía acabar así, pero igual no lo vimos venir.  Como en el amor. Empezamos una relación sabiendo que probablemente un día el amor termine. Hasta imaginamos, alguna que otra vez, ese escenario final. Pero igual avanzamos con la secreta sospecha de que no va a suceder. Cuando llega, el desamor siempre desconcierta. 


Y llegado el fin de ese amor, uno puede reponerse rápido. Sí. Pasar de página. También después de un cuento impactante. Pero hay un instante. Un segundo que requiere silencio, hacer espacio para el impacto: llegó un final que sabíamos llegaría, pero para el que no hubo manera de prepararse. Al golpe le sigue un sonido vacío. Las palabras produjeron un eco seco no traducible en palabras. Nada decible.


Hay muchas maneras de escribir un buen cuento. Hay buenos cuentos muy distintos entre sí. Y también hay parejas con historias muy distintas. Pero ningún buen cuento termina exactamente cuando y como suponíamos. De la misma manera que ningún amor que valga la pena espera su final con los brazos abiertos. 






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Mora Monteleone nació en Buenos Aires en 1993. Es Licenciada en Letras (UBA) y se formó en artes escénicas.

Escribió y dirigió varios espectáculos, como “Fiesta en el jardín” (2022 y 2023 en el Centro Cultural San Martín y tercera temp. en Timbre 4), “Último piso” (2018, Centro Cultural Recoleta), “Las fuerzas extrañas” (2018, Bibliotecas Ciudad de Buenos Aires), “Una habitación así” (2017 en Club Cultural Matienzo y en Espacio Sísmico), entre otros. Actualmente prepara la producción de la última obra de su autoría, a estrenarse este año.

También es actriz y productora teatral y generalmente trabaja de eso.




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