"Matrimonio a la moda", de Katherine Mansfield
- Medio Mal

- Apr 25, 2024
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Título original: “Marriage à la mode”, 1921. De Katherine Mansfield
Traducción: Mora Monteleone y María Sevlever
Llegando a la estación, William recordó con una nueva punzada de desilusión que no les estaba llevando nada a los chicos. ¡Pobrecitos! Lo primero que le decían siempre, cuando corrían a saludarlo, era: “¿Qué nos trajiste, papá?”, y él no estaba llevando nada. Iba a tener que comprarles unas golosinas en la estación. Pero los cuatro sábados anteriores les había llevado golosinas, y la última vez había visto la decepción en sus caras cuando las sacó del maletín.
Paddy había dicho:
-El otro día, el mío también tenía paquete rojo.
Y Johny había dicho:
-El mío es rosa. Siempre me traes el rosa. Odio el rosa.
¿Pero qué podía hacer William? No era fácil. En otros tiempos se hubiera tomado un taxi hasta una juguetería decente y en cinco minutos habría encontrado algo que les gustara. Pero ahora sus hijos tenían juguetes rusos, franceses, serbios… juguetes de Dios sabe qué parte del mundo. Hacía más de un año que Isabel había tirado los cowboys, las locomotoras y un montón de cosas más porque eran “mortalmente sentimentales” y “terriblemente perjudiciales para el sentido de la forma de los chicos”.
-Es importantísimo-, había explicado la nueva Isabel, -que les gusten las cosas adecuadas desde un principio. Les hace ahorrar mucho tiempo más adelante. La verdad, si las pobres criaturas se tienen que pasar toda la infancia contemplando estos horrores, es lógico que cuando crezcan empiecen a pedir que los mandemos a la Royal Academy.
Y hablaba como si una visita a la Royal Academy fuera la muerte…
-Bueno, no sé…- había respondido William lentamente. -Cuando yo tenía su edad me iba a dormir abrazado a una toalla con un nudo.
La nueva Isabel lo observado. Ojos entrecerrados, labios entreabiertos.
-¡William, querido! ¡Obvio que hacías eso!- y se había reído con esa nueva risa que tenía ahora.
Iba a tener que llevarles golosinas otra vez, pensó William ensombrecido, mientras buscaba cambio para pagar el taxi. Y se imaginó a los niños ofreciendo golosinas a todos (eran maravillosamente generosos), y a los preciados amigos de Isabel no dudando un momento en aceptarlos…
¿Y si les llevaba frutas? William se detuvo en uno de los puestos de la estación. ¿Un melón para cada uno? ¿Iban a tener que repartirlos también? O una ananá para Pad y un melón para Johnny. Los amigos de Isabel no iban a meterse de prepo en la habitación de los chicos mientras comieran... Pagando el melón, a William se le vino a la mente una imagen horrible: uno de los jóvenes poetas amigos de Isabel chupando un gajo de melón, oculto, por alguna razón, detrás de la puerta del cuarto de los niños.
Cargando los dos paquetes rarísimos, fue a tomar el tren. El andén estaba repleto. Las puertas del tren se abrían y cerraban violentamente. La máquina tiraba un silbido tan estresante que la gente corría para todos lados como aturdida. William fue directo al vagón de primera clase para fumadores, apoyó el maletín y los paquetes y, sacando un montón de papeles del bolsillo interior del saco, se sentó y se puso a leer.
“Estando el cliente convencido… Juzgamos oportuno volver a considerar… en el caso de que…” Ahora sí, estaba mejor. William se alisó el pelo y estiró las piernas. El gusano que últimamente le iba vaciando el pecho por dentro se aquietó. “Respecto a nuestra decisión…” Sacó una lapicera y subrayó cuidadosamente un párrafo.
Entraron otros dos hombres, pasaron por encima de sus piernas y se sentaron en el rincón opuesto. Un joven colocó en el portaequipajes sus palos de golf y se sentó enfrente. El tren dio un suave tirón y arrancó. William levantó la vista y vio deslizarse la calurosa estación que dejaba atrás. Una muchacha, sofocada por el esfuerzo, corría por el andén haciendo grandes gestos y dando gritos. “Histérica”, pensó William tristemente. Al final del andén apareció un obrero ferroviario con la cara grasienta y ennegrecida y sonrió al paso del tren. “¡Qué vida horrible tiene!”, se dijo, y volvió a enfrascarse en sus papeles.
Cuando levantó la vista de nuevo estaba en pleno campo. Los animales buscaban la sombra. Un río ancho, con niños desnudos chapoteando en la orilla, apareció delante de sus ojos y se volvió a esfumar. El cielo tenía un resplandor pálido, y un pájaro se alejaba hacia lo alto hasta convertirse en una pequeña y oscura piedra preciosa.
“Hemos examinado los archivos de correspondencia de nuestro cliente…” Repitió mentalmente estas palabras, como un eco. “Hemos examinado…” William se aferró a la frase, pero era inútil, se le quebraba por la mitad, y los campos, el cielo, el pájaro, el agua, todo le decía: “Isabel”. Todos los sábados le pasaba lo mismo. Cada vez que empezaba el viaje para reunirse con Isabel empezaba a imaginar infinitos encuentros. La imaginaba en el andén, un poco apartada del resto de la gente; o sentada en el taxi en la puerta de la estación; o esperando junto a la cerca del jardín, o en la puerta, o en el hall de la casa.
Y con su voz ligera y cristalina decía: “William”, “Hola, William” o “Por fin llegaste, William”. Él le tocaba su mano fría, su mejilla fresca. Ay, la dulce frescura de Isabel. Cuando William era un niño, le encantaba salir al jardín después de que lloviera y sacudir un rosal para que lo salpicara. Isabel era ese rosal, blanda como un pétalo, resplandeciente y refrescante. Y él seguía siendo aquel niño. Pero ahora no salía corriendo al jardín, no reía ni sacudía el rosal. Aquel gusano molesto y persistente volvió a vaciarle el pecho. Dejó los papeles a un costado y cerró los ojos.
-¿Qué pasa, Isabel? ¿Qué pasa?-, le preguntó con dulzura. Estaban en el dormitorio de la casa nueva. Isabel estaba sentada en un taburete frente al tocador cubierto de cajitas verdes y negras.
-¿Qué le pasa a quién, William?- preguntó ella inclinándose hacia el espejo, y su pelo rubio, suave y sedoso, le cayó sobre las mejillas.
-Sabés de qué estoy hablando-, contestó él. Estaba parado en medio de esa habitación en la que se sentía un extraño.
Entonces Isabel giró sobre el taburete y lo miró.
-Ay, William-, gritó con tono suplicante, agarrando el cepillo de pelo. -¡Por favor! No seas tan anticuado, tan trágico. No parás de decir o insinuar que cambié. Solo porque finalmente encontré amigos con los que me entiendo de verdad, con los que me divierto y a los que quiero… Y vos te comportás como si yo…- Isabel se echó el pelo para atrás y rió. -Como si hubiera matado nuestro amor, o algo por el estilo. Es absurdo-, dijo mordiéndose el labio, -Y me está desesperando, William. Es como si te molestara también que tenga esta casa nueva y servidumbre.
-¡Isabel!
-Sí, de alguna manera es así- se apuró a agregar ella. -A vos te parece que esto es otra mala señal. Sé que pensás eso. Me doy cuenta-, dijo suavemente, -cada vez que subís por esas escaleras-, agregó bajando la voz. -Pero no podíamos seguir viviendo en esa pocilga, William. Tenés que ser práctico. Recordá que ni siquiera había espacio suficiente para los niños.
No, tenía razón. Todos los días, cuando volvía de Tribunales, encontraba a los niños con Isabel en la salita de atrás. Cabalgaban sobre la piel de leopardo que cubría el sofá, o jugaban al mercado usando el escritorio de Isabel como mostrador, o Paddy estaba sentado sobre la chimenea remando para salvar su vida con la palita de hierro, mientras Johnny disparaba a los piratas con unos cubiertos. Y cada noche tenían que subir a caballito por esa estrecha escalera hasta la habitación donde los esperaba la niñera vieja y gorda.
Sí, era una pocilga. Una casita blanca con cortinas azules y un macetero de petunias en la ventana. William siempre recibía a sus amigos en la puerta con la misma frase:
-¿Vieron las petunias? Bastante bien para estar en Londres, ¿no?
Pero lo más estúpido, lo realmente extraordinario era que no hubiese tenido la más mínima sospecha de que Isabel no fuera feliz ahí como lo era él. ¡Qué ceguera, por dios! En esa época no tenía idea de que Isabel realmente odiaba esa casita un tanto incómoda, que pensaba que la niñera gorda estaba arruinando a los niños, que se sentía desesperadamente sola, que anhelaba conocer gente nueva, ir a conciertos, al cine, etc. Si no hubieran ido a la fiesta que dio Moira Morrison en su estudio… Si Moira Morrison no hubiera dicho, cuando se estaban yendo: “Voy a rescatar a tu esposa, egoísta. Es una exquisita y delicada Titania.” …Si Isabel no hubiera ido con Moira a París… Si…
El tren paró en otra estación. Bettingford. ¡Dios! Solo faltaban diez minutos. Guardó los papeles. El joven sentado frente a él hacía rato que había desaparecido. Ahora se bajaron los otros dos pasajeros. El último sol de la tarde caía sobre los vestidos de las mujeres y sobre los niños que andaban descalzos, y arrancaba destellos a la delicada flor amarilla de una planta cuyas ásperas hojas se extendían por una roca. El aire que entraba por la ventanilla olía a mar. William se preguntó si ese fin de semana encontraría a Isabel con el grupito de siempre.
Y recordó las vacaciones que solían pasar antes, los cuatro solos, con Rose, una joven campesina que cuidaba de los niños. Isabel se ponía un jersey y se hacía una trenza; parecía de catorce años. ¡Y cómo se le pelaba la nariz! Y lo mucho que comían, y lo mucho que dormían en esa inmensa cama de colchón de plumas… William no pudo contener una amarga sonrisa al imaginar cómo se horrorizaría Isabel si supiera hasta dónde llegaba su sentimentalismo.
-¡Hola, William!
Bueno, después de todo había ido a la estación, y lo esperaba como él la había imaginado, algo distanciada del resto de la gente, y (el corazón le vibró aliviado) estaba sola.
-¡Hola, Isabel!-, gritó entusiasmado. Le parecía que estaba tan hermosa que tenía que decirle algo. -Te ves muy fresca, rebosante.
-¿Sí? No me siento nada fresca. Apurate. Este tren horrible tuyo llegó tarde. El taxi está afuera-, dijo, agarrándolo ligeramente del brazo. -Vinimos todos a buscarte-, comentó. -Pero dejamos a Bobby Kane en la panadería y tenemos que ir a buscarlo.
-¡Ah! -fue todo lo que pudo responder William en el momento.
El taxi esperaba bajo el sol, con Bill Hunt y Dennis Green medio tumbados hacia un lado del asiento, con las caras tapadas con sombreros, mientras que del otro lado Moira Morrison saltaba sin parar, con un gorrito que la hacía parecer una frutilla gigante.
-¡No hay hielo! ¡No hay hielo! ¡No hay hielo!-, gritaba alegremente.
-Habrá que buscar en la pescadería-, intervino Dennis desde abajo de su sombrero.
-Hielo con peces adentro-, asomó la cabeza Bill Hunt.
-¡Qué fastidio!-, se lamentó Isabel, y explicó a William cómo habían estado buscando hielo por toda la ciudad mientras ella lo esperaba. -Se está derritiendo absolutamente todo, empezando por la manteca.
-Vamos a tener que untárnosla en el cuerpo- comentó Dennis. -Que a tu cabeza, oh William, no le falten bálsamos.
-Ey, ¿cómo nos vamos a sentar?-, dijo William. Lo mejor es que yo vaya adelante.
-No-, respondió Isabel, -adelante va Bobby Kane. Sentate entre Moira y yo-. El taxi se puso en marcha. -¿Qué traés en esos paquetes tan raros?
-Cabezas decapitadas- intervino Bill Hunt, temblando con todo el cuerpo.
-¡Fruta!-, Isabel gritó contenta. -¡Qué buena idea, William! Un melón y una ananá. ¡Maravilloso!
-No, esperá-, dijo William con una sonrisa, aunque en realidad estaba nervioso. -Eso es para los niños.
-¡Ay, amor!-, Isabel se rió y le pasó la mano por el brazo. -Les va a doler la panza si comen estas frutas. ¡No!-, le dio unas palmaditas en la mano. -La próxima vez les traés algo a ellos. Ahora me niego a desprenderme de este exótico melón.
-¡Qué cruel, Isabel! ¡Dejame aspirar el aroma, por lo menos!-, dijo Moira, y extendió los brazos por delante de William en actitud de súplica.
-”Mujer enamorada de un melón”-, comentó Dennis mientras el taxi se detenía frente a un pequeño negocio con toldo a rayas. En la puerta apareció Bobby Kane, con un montón de paquetes.
-Ojalá estén buenos. Los elegí por color. Son unas cosas redondas que tienen una pinta divina. ¡Miren este muffin!-, gritó al borde del éxtasis. -¿Lo ven? Es como un ballet en miniatura.
En ese momento apareció el pastelero. -Ah, me olvidaba, no pagué nada de todo esto-, dijo Bobby Kane, como asustado. Isabel le dio un billete al pastelero y Bobby recobró la alegría. -¿Qué tal, William? Yo me siento delante-. Iba sin sombrero, vestido completamente de blanco, con las mangas de la camisa arremangadas. Saltó al lado del conductor y gritó: -¡Avanti!
Después del té los demás fueron al mar. William se quedó en casa para pasar tiempo con sus hijos. Pero Paddy y Johnny estaban durmiendo, el rojo resplandor del atardecer había palidecido y los murciélagos ya habían empezado a revolotear, y los bañistas aún no habían vuelto. William bajó a la escalera y se cruzó a una empleada doméstica que llevaba una lámpara. La siguió hasta el salón, muy amplio y pintado de amarillo. En una pared alguien había pintado a un hombre muy grande, con piernas colgantes, ofreciendo una inmensa margarita a una muchacha con un brazo muy corto y el otro muy largo y delgado. Sobre las sillas y el sofá había tiras de tela negra salpicadas de grandes manchas que parecían huevos rotos, y por todas partes había ceniceros repletos de colillas. William se sentó en un sillón. Hoy en día, cuando metía la mano por los costados del asiento, no encontraba una oveja de tres patas, o una vaca a la que faltaba un cuerno, o una paloma del zoo en miniatura, sino un librito forrado en papel de manoseados poemas… Se acordó entonces de los papeles que llevaba en el bolsillo, pero se sentía demasiado hambriento y cansado para leer. La puerta estaba abierta; llegaba ruido de la cocina. La servidumbre estaba charlando como si no hubiera nadie en la casa. De pronto oyó una carcajada y un “¡Chist!” no menos fuerte. Se habían acordado de su existencia. William se levantó, atravesó el gran ventanal y salió al jardín. Se quedó inmóvil en la oscuridad, y al rato oyó a los bañistas que subían por el camino de arena. Sus voces rompieron la tranquilidad del momento:
-Creo que es Moira quien debe decidir si quiere usar sus artimañas.
Un trágico gemido de Moira.
-Deberíamos tener un tocadiscos para los fines de semana; así podríamos escuchar La doncella de las montañas.
-No, por favor, no-, exclamó Isabel. -No sería justo con William. Por favor, chicos, sean amables con él. Sólo va a estar acá hasta mañana por la tarde.
-Déjenmelo a mí-, dijo Bobby Kane. -Soy muy bueno con las personas.
Se escuchó el abrir y cerrar de la puerta. William se movió, lo vieron.
-¡Aló, William!-, dijo Bobby Kane agitando una toalla en el aire. Luego empezó a bailar y a hacer piruetas en el pasto. -¡Qué pena que no viniste, William! El agua estaba divina. Y después fuimos a un bar y tomamos ginebra.
Los otros llegaban también a la casa. Bobby Kane le habló a Isabel:
-Isabel, ¿te gustaría que esta noche me pusiera mi traje estilo Nijinsky?
-No-, repuso ella. -No hay tiempo para que nadie se vaya a vestir. Nos estamos muriendo de hambre. William también. Vamos, mes amis, arranquemos con unas sardinas.
-Ya encontré las sardinas-, dijo Moira, sosteniendo en alto una lata.
-Dama con lata de sardinas- dijo Dennis muy serio.
-¿Y qué tal Londres, William?-, preguntó Bill Hunt, destapando un whisky.
-Igual que siempre-, respondió William.
-El viejo Londres…-, comentó Bobby mientras pinchaba una sardina.
Pero instantes después se olvidaron de él. Moira Morrison empezó a preguntarse de qué color tenía realmente uno las piernas debajo del agua.
-Las mías son muy blancas, de un color champiñón.
Bill y Dennis comieron desaforadamente. Isabel llenó una y otra vez los vasos, los platos, todo sin dejar de sonreír. Y en un momento dijo:
-De verdad, Bill, me encantaría que nos pintaras.
-¿Pintar qué?-, preguntó Bill, con la boca llena de pan.
-A nosotros alrededor de la mesa-, contestó ella. -Dentro de veinte años será una obra de arte fascinante.
Bill cerró apenas los ojos y siguió masticando.
-No hay buena luz. Y demasiado amarillo-, y siguió comiendo. Y al parecer, esto también le encantó a Isabel.
Después de cenar todos estaban tan cansados que no hicieron sino bostezar hasta que fue suficientemente tarde como para acostarse.
William no estuvo a solas con Isabel hasta el día siguiente por la tarde, cuando esperaba el taxi que lo llevaría a la estación. Al verlo bajar con el bolso hasta la puerta, Isabel dejó al resto del grupo y se acercó a él. Se agachó y levantó el bolso.
-¡Cómo pesa!-, dijo soltando una risita extraña. -Dejame que lo lleve hasta la reja.
-No, no. ¿Por qué lo querés llevar?-, preguntó William. -No, dejame a mí.
-Por favor, dejame. De verdad quiero cargarlo-. Y ambos caminaron en silencio. William sintió que no había nada para decir.
-¡Ya está!-, dijo Isabel triunfante, apoyando el bolso en el suelo y mirando con ansiedad el camino de arena. Creo que casi ni te vi esta vez- agregó casi sin aliento. Se hace tan corto, ¿no? Es como si acabaras de llegar. La próxima vez…-. A lo lejos apareció el taxi. -Espero que te cuiden bien en Londres. Siento muchísimo que los niños no hayan estado en casa en todo el día, pero la señorita Neil ya lo tenía todo organizado. Van a odiar no haberte visto. Pobre William, teniendo que volver a Londres-. El taxi se detuvo ante el portón. -Adiós-, dijo dándole un beso rápido. Ya había desaparecido.
Campo, árboles, ligustrinas, se sucedieron con velocidad. Atravesaron la pequeña ciudad, que parecía desierta, y subieron pesadamente por la empinada cuesta de la estación.
El tren ya estaba en el andén. William entró al vagón de primera clase para fumadores y se dejó caer en un asiento, pero esta vez no sacó sus papeles. Cruzó los brazos sobre aquel gusano siniestro e insistente que le roía por dentro, y mentalmente empezó a escribir una carta a Isabel.
Como siempre, el correo estaba atrasado. Estaban sentados en el jardín de la casa, en grandes reposeras, resguardados del sol por sombrillas coloridas. El único que no ocupaba una reposera era Bobby Kane, que estaba acostado en el pasto, a los pies de Isabel. Hacía un calor asfixiante, insoportable; el día colgaba como una bandera.
-¿Creen que en el cielo existirán los lunes?-, preguntó Bobby con tono infantil.
-El cielo es un lunes eterno-, murmuró Dennis.
Pero Isabel no podía evitar preguntarse dónde estaría la porción de salmón que no habían comido en la cena la noche anterior. Su intención era usarlo para hacer mayonesa de pescado para el almuerzo, y ahora…
Moira estaba durmiendo. Dormir era su último descubrimiento: “¡Es maravilloso! Uno cierra los ojos y ya está. Es delicioso”.
Cuando el viejo cartero apareció empujando su triciclo por el camino de arena, tuvieron la sensación de que el manubrio era como un par de remos.
Bill Hunt dejó el libro que estaba leyendo. -Cartas-, sentenció con satisfacción. Todos esperaron. Pero, ay, cruel mensajero, engañoso mundo, sólo había una carta, un sobre muy grueso, para Isabel. Nada más, ni siquiera un diario.
-Y encima es de William -comentó Isabel con decepción.
-¿De William? ¿Tan rápido?
-Te está mandando el contrato matrimonial a modo de gentil recordatorio.
-¿Todo el mundo tiene contrato matrimonial? Pensé que eso era solo una cosa de los criados.
-¡Uy, páginas y más páginas! ¡Miren a Isabel! Dama leyendo una carta -dijo Dennis.
“Mi querida, mi amada Isabel…” Y así páginas y páginas. A medida que leía, su sorpresa se fue transformando en una sensación de asfixia. ¿Qué demonios habría empujado a William a…? Era realmente extraordinario… ¿Qué le habría pasado para…? Se sintió confundida, cada vez más agitada, incluso asustada. Era típico de William. ¿O quizá no? De todos modos aquello resultaba absurdo, ridículo.
-¡Ja, ja, ja! ¡Dios mío!- Isabel se recostó en la reposera y se largó a reír sin parar.
-¡Contanos!-, suplicaron los demás. -Tenés que contarnos.
-Ya mismo-, contestó Isabel medio ahogada. Se incorporó, juntó todas las hojas de la carta y las agitó en el aire. -¡Escuchen! Es genial. ¡Una carta de amor!-, dijo. -¡Una carta de amor! ¡Es divino! “Mi querida, mi amada Isabel…” Pero no pudo seguir leyendo mucho más sin que las risas de todos la interrumpieran.
-Seguí, Isabel, por favor. Es perfecto.
-Es maravilloso. Es increíble.
-Por favor, Isabel, seguí leyendo.
-“Dios no quiera, mi vida, que yo pueda ser un obstáculo para tu felicidad…”
-¡Uh! ¡Ay!...
-¡Ssshhh! ¡Callensé!
Isabel siguió leyendo. Cuando llegó al final, estaban doloridos por la risa. Bobby se revolcaba por el pasto y le caían lágrimas de tanto reír.
-Tenés que dejarme que la copie tal como está, así entera, para incluirla en mi libro nuevo-, dijo Dennis decidido. -Le voy a dedicar un capítulo entero.
-¡Ay, Isabel!-, gimió Moira. -¡Esa parte en la que dice que cuando te tiene entre sus brazos…!
-Siempre creí que esas cartas que se presentaban en los juicios por divorcios eran falsas. Pero esta es realmente increíble…
-Dejame tenerla en mis manos. Dejame leerla con mis propios ojos-, dijo Bobby Kane.
Pero, para sorpresa de todos, Isabel estrujó la carta en sus manos. Había dejado de reírse. Los miró, rápidamente, a cada uno; parecía agotada.
-No. Ahora no, ahora no- balbuceó.
Y antes de que se pudieran reponer de la sorpresa, Isabel ya había entrado en la casa. Subió corriendo hasta su dormitorio y se sentó en el borde de la cama.
-Qué odioso, detestable, vulgar…- murmuró con fuerza. Se tapó los ojos con las manos, pero los seguía viendo. Y ya no eran cuatro, sino cuarenta, riendo, gesticulando y burlándose, revolcándose mientras ella les leía la carta de William. Ay Dios, había hecho algo horrible. ¿Cómo había sido capaz? “Dios no quiera, mi vida, que yo sea un obstáculo para tu felicidad”. ¡William! Isabel hundió la cara en la almohada. Pero sintió que incluso esa fría habitación la conocía tal cual era: superficial, frívola, trivial…
Desde el jardín llegaron algunas voces.
-Isabel, vamos al mar. ¡Vení!
-¡Vos, oh estimada esposa de William!
-Llámenla otra vez antes de irnos. Llámenla de vuelta.
Isabel se incorporó en la cama. Era el momento, había que decidir. Si iba a ir a la playa con ellos, o si se iba a quedar a responderle la carta a William. ¿Qué iba a hacer? -Tengo que decidir- se dijo. Pero, ¿cómo podía dudar? Se iba a quedar y responderle a William, por supuesto.
-¡Titania! -gritó Moira.
-I-sa-bel.
No, era demasiado difícil. -Voy a ir, voy a ir con ellos y después le escribo a William. En algún otro momento. Ahora no. Pero obviamente tengo que escribirle-, se dijo Isabel con apuro.
Y, con esa nueva risa suya, bajó corriendo la escalera.




