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Cerros como elefantes blancos

  • Writer: María Sevlever
    María Sevlever
  • Jul 8
  • 6 min read

“Hills Like White Elephants” (1927), de Ernest Hemingway

Traducción de María Sevlever


Los cerros alrededor del valle del Ebro eran blancos y alargados. De este lado no había árboles ni sombra, y la estación estaba entre dos vías de tren, al sol.

Pegada a la estación se proyectaba la sombra cálida del edificio y, en lugar de puerta, colgaba una cortina de cuentas de bambú que no dejaba entrar a las moscas. El americano y la chica que estaba con él se sentaron en una mesa a la sombra. Hacía mucho calor y el tren a Barcelona iba a llegar en cuarenta minutos. Paraba en ese cruce y seguía a Madrid.

– ¿Qué tomamos? – preguntó la chica. Se había sacado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.

– Hace mucho calor – dijo él. – Tomemos una cerveza. Dos cervezas. – Dijo en dirección a la cortina.

– ¿Grandes? – preguntó una mujer desde adentro.

– Sí. Dos grandes.

La mujer trajo dos vasos de cerveza y dos apoyavasos. Los puso sobre la mesa y miró al hombre y a la chica. Ella miraba, perdida, la línea de los cerros. Eran blancos al sol y lo demás era marrón y seco.

– Parecen elefantes blancos – dijo.

– Nunca vi uno. – El hombre tomó su cerveza.

– Y, no. No podrías haberlo hecho. 

– Sí podría – dijo él. – Que vos digas que no podría haberlo visto no significa nada.

La chica miró la cortina de cuentas. – Tiene algo pintado – dijo. – ¿Qué dice?

– Anís del Toro. Es una bebida.

– ¿La probamos?

El hombre llamó – Ey – a través de la cortina. La mujer salió del bar.

– Cuatro euros.

– Queremos dos Anís del Toro.

– ¿Con agua?

– ¿Los querés con agua?

– No sé – dijo ella. – ¿Queda bien?

– Está ok.

– ¿Los quieren con agua? – Preguntó la mujer.

– Sí, con agua.

– Tiene gusto a regaliz – dijo la chica y apoyó el vaso.

– Así es con todo.

– Sí. Todo tiene gusto a regaliz. Especialmente las cosas que esperabas probar hacía tiempo, como la absenta.

– Bueno, pará.

– Vos empezaste – dijo la chica. – Yo me estaba divirtiendo. Estaba pasando un buen momento.

– Bueno, intentémoslo y pasemos un buen momento.

– Ok. Yo estaba intentando. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue brillante?

– Fue brillante, sí.

– Quise probar esta bebida nueva. Eso es lo que hacemos, ¿no? Mirar cosas y probar bebidas nuevas.

– Supongo que sí, sí.

La chica miró hacia los cerros.

– Son cerros divinos – dijo. – En realidad, no se ven tanto como elefantes blancos. Sólo me refería a cómo se ve el color de la piel entre los árboles. ¿Tomamos otra cerveza?

– Dale.

El viento cálido hizo que la cortina de cuentas golpeara un poco la mesa.

– La cerveza está rica y fresca – dijo él.

– Me encanta.

– Es una operación tremendamente simple, Jig – dijo el hombre. – Ni siquiera es una operación propiamente dicha.

La chica miró el piso bajo la mesa.

– Sé que no sería un problema para vos, Jig. De verdad no es nada. Es dejar que entre el aire.

La chica no dijo nada.

– Voy a ir con vos y voy a estar con vos todo el tiempo. Solo dejan entrar el aire, y después es todo natural.

– ¿Y después qué hacemos?

– Después vamos a estar bien. Como antes.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Esto es lo único que nos perturba. Es lo único que nos hizo infelices.

La chica miró la cortina de cuentas. Estiró la mano y acarició dos de las tiras.

– Y pensás que vamos a estar bien y vamos a ser felices.

– Sí, sé que va a ser así. No tenés que estar asustada. Conozco a mucha gente que lo hizo.

– Yo también – dijo ella. – Y después todos estuvieron bien.

– Bueno – dijo él. – Si no querés no tenés que hacerlo. No te diría que lo hagas si vos no querés. Pero sé que es realmente muy simple.

– ¿Y vos de verdad querés eso?

– Creo que es la mejor opción. Pero no quiero que lo hagas si no querés realmente hacerlo.

– ¿Y si lo hago vas a ser feliz, y las cosas van a volver a ser como eran y me vas a querer?

– Te quiero ahora. Mucho.

– Lo sé. Pero si lo hago, ¿va a volver a estar bien si digo que los cerros son como elefantes blancos, y te va a gustar?

– Me va a encantar. Ya me encanta, pero no puedo pensar mucho en eso. Sabés cómo me pongo cuando me preocupo.

– Si lo hago, ¿no te vas a volver a preocupar?

– No me preocupo por esto, porque es realmente simple.

– Entonces voy a hacerlo. Porque no me preocupa por mí.

– ¿A qué te referís?

– No me importo.

– Bueno, a mí sí me importás.

– Oh sí. Pero a mí no me importo. Y lo voy a hacer y todo va a volver a estar bien.

– No quiero que lo hagas si te sentís así.

La chica se paró y caminó hasta el final de la estación. Del otro lado, campos de trigo y árboles a lo largo de la ribera del Ebro. Lejos, más allá del río, las montañas. La sombra de una nube se movió por el campo, y ella miró el río a través de los árboles.

– Y podríamos tener todo esto –  dijo. – Podríamos tener todo, y cada día lo hacemos más imposible.

– ¿Qué dijiste?

– Que podríamos tener todo.

– Podemos.

– No, no podemos.

– Podemos tener el mundo entero.

– No, no podemos.

– Podemos ir a cualquier parte.

– No, no podemos. Ya no es nuestro.

– Es nuestro.

– No, no es. Y una vez que te lo sacan, nunca lo volvés a tener.

– Pero no nos lo sacaron.

– Ya veremos.

– Volvé a la sombra – dijo él. – No tenés que sentirte así.

– No me siento de ninguna forma – dijo ella. – Sólo sé cosas.

– No quiero que hagas nada que no quieras.

– O que no sea bueno para mí. Ya lo sé. ¿Tomamos otra cerveza?

– Dale. Pero tenés que darte cuenta…

– Me doy cuenta. ¿Podemos, capaz, dejar de hablar?

Se sentaron de nuevo a la mesa y la chica miró los cerros del lado seco del valle y él la miró a ella y miró la mesa.

– Entendeme. No quiero que lo hagas si no querés hacerlo. Puedo perfectamente seguir adelante con esto si significa algo para vos.

– ¿No significa nada para vos? Podríamos llevarlo bien.

– Claro que sí. Pero no quiero a nadie más que a vos. No quiero a nadie más. Y sé que es muy sencillo.

– Sí, sabés que es muy sencillo.

– Está bien que digas eso, pero lo sé en serio.

– ¿Harías algo por mí ahora?

– Haría cualquier cosa por vos.

– ¿Podrías, por favor, por favor, por favor, por favor, por favor, dejar de hablar?

Él no dijo nada pero miró las valijas apoyadas contra la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado las noches.

– No quiero que lo hagas – dijo. – Por mí, está todo bien.

– Voy a gritar – dijo ella.

La mujer salió de atrás de la cortina con dos vasos de cerveza y los dejó sobre los apoyavasos. “El tren viene en cinco minutos”, dijo.

– ¿Qué dijo? - Preguntó la chica.

– Que el tren va a venir en cinco minutos.

La chica le sonrió a la mujer para agradecerle.

– Mejor voy llevando las valijas al otro lado de la estación. – Ella le sonrió. – Dale. Volvé y terminamos la cerveza.

Él levantó las valijas y cruzó la estación hasta el otro lado del andén. Se asomó pero no vio el tren. Volviendo, atravesó el bar, donde la gente que esperaba tomaba algo. Se tomó un anís en la barra y miró alrededor. Todos esperaban, razonablemente, el tren. Salió a través de la cortina de cuentas; ella estaba sentada en la mesa y le sonrió.

– ¿Te sentís mejor? - Le preguntó.

– Me siento bien - dijo ella. – No me pasa nada. Me siento bien.

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